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El lenguaje, la función de crear el mundo



De siempre, en clase, hemos explicado las funciones del lenguaje, esos propósitos que nos llevan a poner en marcha un proceso de comunicación y que tienen directamente que ver con los elementos de este proceso: para iniciarlo, destacar el mensaje en sí mismo,apelar al receptor,... Fática, poética, conativa,... Son seis, pero algún investigador ha destacado que existe alguna otra función, el norteamericano Austin habla, por ejemplo, de una función performativa, aquella en la que el lenguaje crea el mundo. Crear es hacer surgir.


Otro lingüísta, Roland Barthes, especialista en el estudio de los signos, es atropellado por una furgoneta el 25 de marzo de 1980 frente a la Sorbona, en París. Muere poco después. A partir de este hecho histórico, la novela imagina una conspiración en la que Barthes es objeto de una ataque debido a que está investigando sobre esta función, por lo tanto sobre la manera de dominar el mundo desde el lenguaje. La trama policíaca, el espionaje internacional y la alta política, ambientes universitarios,... se alían para dar cuenta de una novela irregular, pero en muchas páginas de altos vuelos literarios.

Laurent Binet La séptima función del lenguaje

SEIX BARRAL

Aquellos que hemos tenido formación lingüística estamos familiarizados con nombres como los de Kristeva, Derrida, Genette o Todorov; estructuralistas que en algún caso venían del este y que en el Paris de los años sesenta y setenta, explicado sucintamente, impusieron una nueva manera de leer. También estaba entre ellos Roman Jakobson, a quien quizás tampoco tendrán en mente pero que es el creador de esa teoría sobre las funciones del lenguaje por la que todos hemos pasado en nuestras aulas –recuerden: fática, poética…–. Quizás el más mediático de todos ellos sea Umberto Eco, ya popular como semiólogo pero masivo como novelista. Y el motivo principal de la obra: Roland Barthes, que muere el 25 de marzo de 1980, a resultas de las lesiones producidas al ser atropellado por una furgoneta cuando cruzaba la calle tras salir de la Sorbona.


Con todos estos mimbres, Laurent Binet publica su segunda novela, tras haber ganado con la primera el Premio Goncourt y se convierte en el éxito editorial del pasado año en Francia. La muerte de Barthes ocupa las primeras páginas, con descripciones metódicas, hasta que aparece en escena Jacques Bayard, un inspector enormemente conservador e instintivo, que no entiende absolutamente nada de lo que le cuenta la gente cercana a Barthes. El tono de la obra bascula entre la leve ironía y el esperpento sangrante, pero se mueve con mejor pulso en la primera; ejemplo: las escenas del inspector intentando desentrañar el lenguaje críptico que es piedra angular de las obras sobre semiología.


Vista su falta de competencia, acude a un joven profesor –Simon Herzog– que le va a servir para desentrañar todo este mundo, desconocido para él. Desde el primer momento, ya da pruebas de su empleo de la interpretación de los signos para desvelar toda la vida del inspector, así que queda establecida la relación entre ellos: la de Holmes y Watson, pero invertida.


Y a partir de aquí todo un muestrario de altibajos narrativos que pasa por varias ciudades –Venecia, Bolonia, Ithaca y su Universidad Cornell…– y por persecuciones automovilísticas, fiestas de alto copete, espionaje búlgaro y japonés al más puro estilo Le Carré, antros de homosexuales, ambientes oníricos, reuniones secretas de dialéctica en las que en castigo al perdedor va más allá de lo sensato y el fondo político de la campaña electoral de las elecciones francesas que llevaron al poder a Mitterrand en 1981 en detrimento de Giscard.


Precisamente este factor va a ser el que de combustible a todo el entramado de inteligencia puesto que lo que se busca son unos estudios de Barthes sobre la séptima función del lenguaje –sí señor, en clase les engañaron, no hay seis, hay más de seis–, una función performativa que por otro lado no es alto secreto, el norteamericano Austin la estudia muy por extenso, pero que puede desequilibrar la balanza hacia uno de los dos candidatos.


Una trama realmente tan sencilla y un desarrollo tan amplio –bastante más de cuatrocientas páginas–, obligan a que Binet tenga que acumular episodios, así que el texto peca de irregularidad, a veces efectivo, a veces hilarante, en ocasiones algo farragoso, intentando cambios de estilo con frecuencia, teniendo que explicar –de forma muy clara, eso sí– conceptos de teoría de los signos. Vayan a ella, no obstante, con ánimo, porque al fin y al cabo, las páginas en las que el autor acierta dominan y la novela acaba dejando un poso de experiencia lectora productiva y agradable.


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