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Los últimos del español

Cuando termine este párrafo una de las últimas hablantes nativas de español de Filipinas habrá muerto. Hasta entonces, con una sonrisa plena, las manos octogenarias de Betty Umali desempolvan con emoción el cuero rojo que cubre un mecanuscrito de 1968 y acarician con parsimonia sus páginas. "Mi papá era chino cuarterón y escribió esta autobiografía en un español elegante". Betty, antigua profesora, paladea cada palabra que pronuncia. No recuerda los años que llevaba sin escuchar el castellano de otro hablante nativo. "Siempre he estado muy dedicada a la propagación de la hermosa lengua de Cervantes". Filipinas desafectó el idioma como lengua oficial en su Constitución de 1986. Dejaron de impartirse las 12 unidades de español, para entonces ya exiguas, en colegios e institutos. Miles de profesores perdieron sus trabajos. El último contacto que tuvo Betty con el castellano fue un mensaje con el que pedía ayuda a Madrid para las víctimas del tifón Yolanda en 2013. Ahora, quiere que se le lea a viva voz la dedicatoria que su padre, Luis General, estampó en la primera página de sus memorias: "Para mi hija, con el cariño paternal de siempre". Con él, aunque solo en sueños, confiesa seguir hablando en español. "Ojalá siga la instrucción de la maravillosa lengua castellana", brinda. Son y fueron sus últimas palabras. Sufrió un ictus tras la entrevista y falleció a las pocas horas.

 

La casa de Betty era la única en todo el barrio de San Andres Bukid (antaño La Granja de San Andrés) donde aún vivía una persona hispanohablante, aunque las placas oxidadas de las calles rememoran los nombres de militares españoles de la Guerra Civil. Los taxistas parecen renuentes a adentrarse en la zona, salvo uno, de nombre Mateo Buenbiaje (así aparece escrito en su identificación), que no sabe el significado de su apellido. "Algo en español, me parece", masculla en inglés.

El calor y la humedad obligan a subir la ventanilla del taxi; dan un olor a hierba cocida a toda Manila. Sus callejones desembocan en enormes autovías donde se estrangula el tráfico. No se atisba ningún centro. En cuanto la carretera asciende, se ven a lo lejos rascacielos desperdigados. Los urbanistas de la megalópolis de 11,5 millones de habitantes habrían sido unos pésimos jugadores de Tetris: dejaron caer acá y allá bloques de oficinas gigantes, iluminados con estridencia. Como un decorado deBlade Runner, a sus pies se acumulan los puestos de comida y, sobre sus fachadas, se extienden neones y enormes carteles publicitarios. En inglés uno de ellos anuncia: "solo Jesús salva", y, cerca, se exhibe una Virgen de Guadalupe junto a otro ídolo adorado de Filipinas, el campeón mundial de boxeo Manny Pacquiao. Bajo los luminosos que alertan en tagalo de un riesgo de terremoto, la gente se libra de los atropellos en aceras estrechas, cuando las hay, sin una sola farola. Tocan el claxon jeepneys coloristas que recuerdan a los peseros de Ciudad de México, el país hispanohablante con el que, gracias al galeón que unía Acapulco con Manila,  Filipinas y su español guardan más similitud. Mateo Buenbiaje escucha en la radio a un locutor acelerado: parlotea en un híbrido de tagalo e inglés que mantiene rescoldos del castellano, el taglish. Es incomprensible al extranjero, pero bastan cinco minutos escuchándolo para cazar un "las doce menos cuarto", un "pero" para unir frases, la palabra "trabaho" y, pronunciado con un silabeo perfecto, "una, dos y tres", que precipita el arranque de una canción.

"El español nunca se habló del todo aquí, pero tampoco se perderá del todo nunca", redondea en una frase el historiador Carlos Madrid, director del Instituto Cervantes de Manila. Toma un café en el mismo hotel que acogió al poeta Jaime Gil de Biedma en su primera estancia en la ciudad, el Luneta. Por albergar la Cruz Roja, el edificio sobrevivió al asedio de japoneses y americanos durante la segunda guerra mundial. La Batalla de Manila se cobró 100.000 vidas y la belleza de la arquitectura colonial de una capital que, tras Varsovia, resultó la más dañada en el conflicto. Su corazón, Intramuros, quedó arrasado. Y ese era el barrio con más presencia española. Tras sus murallas, raro es que se mantengan en pie, el idioma se había atrincherado durante años contra los envites de los maestros enviados por Estados Unidos, los thomasites o tomasitos, que inculcaban en las escuelas la lengua inglesa.

Calle dedicada a Don Quijote en el barrio manileño de Sampaloc. NACHO HERNÁNDEZ

 

La destrucción de Intramuros y la dispersión de sus antiguos habitantes propinaron un golpe mortal a un idioma que ya estaba extinguiéndose. Se perdieron sus vínculos vecinales, se disolvió la comunidad de unos hablantes forzados a adoptar el tagalo o el inglés para comunicarse con sus nuevos convecinos. Se calcula que en todo el país ya solo lo mantienen vivo unas 6.000 personas, la mitad españolas y la mitad filipinas, aunque otras cuentas mejoran las cifras. Al respecto, el filólogo filipinista Isaac Donoso advierte de que no hay datos estadísticos oficiales. La última valoración fiable data de 2008: dos millones de filipinos tenían alguna competencia en español como segunda o tercera lengua y 1.200.000 eran chabacanohablantes. "Se puede decir que ese tradicional censo se está incrementando notablemente, no tanto por los hablantes de primera lengua, sino por los filipinos que aprenden español para su uso profesional", abunda el experto.

Cierto es que, aunque estuvo bajo dominio hispano durante tres siglos, el castellano nunca llegó a calar en Filipinas tanto como en los países hispanoamericanos. "El Estado español no tenía capacidad de enviar funcionarios a todas partes, pero quienes sí contaban con personas en cada pueblo eran las órdenes religiosas", explica Carlos Madrid. "Durante la colonia, hubo ocasiones en que España promovió aquí la enseñanza del idioma. Sin embargo, las órdenes la limitaban porque así se convertían en la bisagra entre el Estado y el pueblo. Hicieron una labor extraordinaria, pero, desde el púlpito y hablando las lenguas locales, podían darle la vuelta al país como quisieran". Uno de los focos de su poder, la iglesia de San Agustín, la más antigua aún en pie en Filipinas, se yergue como rara superviviente en Intramuros. Alberga los nichos de decenas de víctimas hispanohablantes del cerco militar. Junto a ella, un pequeño poblado de callejas pintorescas para disfrute de los turistas remeda, por capricho de Imelda Marcos, la apariencia del barrio antes de su desaparición. El guía que lo muestra se enjuga el sudor del cuello con una toalla, un pequeño paño que los filipinos llevan entre la nuca y la camisa para, curiosos y coquetos, disimular los estragos del calor: "El español es el latín de Filipinas: no lo habla ya nadie, pero está detrás de todo lo que decimos".

El idioma permea el habla cotidiana: los nombres de los muebles y utensilios comunes, los días de la semana, en gran medida los números y casi siempre las horas siguen diciéndose en español. Kapre (de cafre; en varias lenguas de filipinas el sonido f no existe) es un diablillo que hace trastadas en las casas. Prestar atención es asikaso (de hacer caso) en tagalo y para preguntar "¿cómo está (usted)?" se dice kumustá? Se escuchará también palto de rasón entre los hablantes de bicolano. La toponimia y los apellidos están invadidos de español, a veces con desatino: Loco y Cagadas figuran entre ellos. Mecate, zacate, petate, palenque son, a la vez, mexicanismos y filipinismos. En Manila se oye aún anteojos para referirse a las gafas. En las provincias, sobrevive un término si cabe más arcaico: quevedos.

Un tercio del vocabulario del tagalo se debe al español. También invade el léxico del cebuano, otro gran idioma

autóctono de Filipinas. Aunque se haya perdido conciencia del vínculo histórico y cultural con el idioma (que ningún hispanohablante se extrañe de que, al dar su nombre en un hotel, se celebre con sorpresa que tenga un apellido filipino), los filipinos no han dejado de hacer juegos de palabras, de los que son muy amigos, que echan mano del español. A lo que en España se llamarían políticos de la casta aquí se les denomina con desprecio trapos, acrónimo de traditional politicians. A expensas de Corazón Cojuañgco Aquino, la primera presidenta democrática tras la dictadura de Marcos, surgió un calambur más elaborado. Aprovechando que la c de su segundo nombre se pronuncia 'si' en inglés, se acuñó la broma "corazón sí, aquí no". Al decir aquí el hablante se señala la cabeza.

En el barrio de Ermita, donde una vez se habló una mezcolanza de español y lenguas locales, el chabacano, uno de los salones del Casino Español todavía luce un escudo en rafia del Sáhara Español. Los camareros sirven paella y cocido pero, con alguna vaga excepción entre los más mayores, ninguno habla castellano. De una ventana, medio tapada por viejos muebles de los años cincuenta, se escucha de golpe un ¡aire! que anima a salir fuera a buscar más restos de español. Es la exclamación de uno de los jugadores de pelota vasca que juega un partido en la cancha anexa. Cesta, mimbre, costillas, guantes, lengua, cinta, rebote, pronto, derecha, cuero, cuadra, mando, solo, ¡aire! Paulo López, veterano pelotari filipino, se deleita en describir las palabras, para él extranjeras, que ciñen el vocabulario de su deporte. El jai alai subsiste en uno de los viejos epicentros del español en Manila. A pocos pasos se encontraba la Compañía de Tabacos de Filipinas, en su tiempo la mayor empresa del país, con resabio colonial español, y la que hasta hace solo unos meses ha sido sede del Instituto Cervantes.

January 03, 2023

I Should Be Wearing Those Shoes

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