Historias de vidas quebradas
Y seguimos con narradoras noveles, en este caso chilena y aún lejos de los treinta. Siempre es agradable descubrir personalidades literarias nuevas, pero en este caso es doblemente agradable porque sus cuentos alían un especial tratamiento de juventudes que aún tiene cercanas, con un poso que parece venir de todo el dolor de Chejov, quizás de Clarín o de Onetti. La crítica ha dicho de ella que parece escribir como si tuviera mucha más edad, yo apunto que su estilo es en ocasiones chispeantes. Una extraña magia se desliza entre su palabras a la vez afrutadas y con solera.
Paulina Flores
Qué vergüenza (Seix Barral, 2016)
Saludada desde todos los medios culturales como la gran promesa de la narrativa en castellano, Paulina Flores es chilena, a los veintiséis años fue galardonada con el premio Roberto Bolaño por el cuento que da título a este volumen y en ocasiones alía de manera magistral la tensión, la sugerencia y la palabra justa y elegante a la hora de mostrar y de esconder. El relato premiado es magistral, escrito con una sabiduría que parece venir del verdadero dolor y al mismo tiempo con una desenvoltura que consigue que se desvanezca a cada página, como un sabor que deja su regusto atenuado pero firme. Un padre desempleado sin apenas esperanzas, un estudio de la degradación desde una mente infantil y un tratado de cómo algo tan habitual como buscar un trabajo puede ser tan demoledor. Trazos positivos, sin embargo: uno no sabe si admirar más ese amor filial que puede con todas las circunstancias o el último bastión de dignidad que aún estamos obligados a defender. Lo podemos perder todo menos la integridad.
Es, desde luego, el mejor relato. Sin fisuras, sin pestañeos, con estilo; pero hay alguno que se le acerca en resultados, la novela corta que cierra la colección, por ejemplo, ‘Afortunada de mí’, una historia con desarrollo más extenso pero bien calibrado, sin sobrantes, que recuerda y mucho a Cristina Fernández Cubas. Como en todas, hay un traslado a la infancia de donde los personajes nunca llegan a salir del todo; una amiga, Caro, que desvela lo que es la placidez, y una relación entre la madre de ella y el padre de la narradora –siempre los adultos son volubles y desquiciados– que descubre a través de un espejo. Ya desasentada en la vida, invita a una pareja que no tiene más que su escalera de vecinos para amarse, a hacerlo en su casa. Y los observa a través de un espejo. Le queda poco para ser el cuento más triste del mundo.
Los siete restantes son también modélicos, aunque en alguno la tensión y la magia decaen un tanto al final. En ‘Últimas vacaciones’, una iniciación a la vida del narrador en un veraneo con su familia en un camping se estraga por un final quizás necesario pero vacuo y hace banal esa especial intimidad con la prima Javiera que invade también al lector; en ‘Olvidar a Freddy’ se consigue un estilo neutro pero desasosegante, un preciso retrato de la incapacidad vital, que al final se resuelve en una mera aparición televisiva que no resuelve la tensión. No es el caso de ‘Tía Nana’, que logra sellar con un buen final la especial intimidad familiar que la autora quiere recalcar en todos sus relatos, o en ‘Talcahuano’, donde una pandilla de amigos acaba viendo la vida real en el padre de uno de ellos, precisa conclusión en la que de golpe se pierden las ilusiones.
Finales delicados y a la vez terribles se dan en ‘Teresa’ y en ‘Laika’, el relato de una relación pedófila narrada con un especial lirismo. Cuentos de ambientación variada, pero relacionados por una honda y sutil red de sensaciones, más firmes en el ánimo después de leerlos: es cierto que Paulina Flores es una estupenda narradora, ya no en ciernes, completa, de mano maestra, de ligereza y vértigo a la vez.