El verano del amor
En el GAP de cuarto de ESO estamos leyendo la novela Nada de Janne Teller, una historia de nihilismo juvenil terrible, cruel -prohibida en algún país por parte de padres o autoridades conservadoramente recalcitrantes- que guarda, aún así, para algunos lectores un rayito de esperanza. Uno de sus personajes abandona el sistema debido a la convicción de que nada tiene sentido en la vida. Su padre vive en una comuna, todavía obnubilado por el sueño de mayo del 68. Este hecho ha servido para que hablemos un tanto del movimiento hippy, de sus pretensiones y de la pesadilla en que de alguna manera devino. Casualmente estaba leyendo la novela que fue sensación en norteamérica la temporada literaria pasada, una recreación novelada de la masacre que perpetro Charles Mason en la casa de Roman Polanski, escrita por una autora que estaba más cerca de los veinte que de los treinta.
Emma Cline
Las Chicas (Anagrama)
El 8 de agosto de 1969 integrantes de la “familia Manson” escalaron el muro que rodeaba la mansión de la casa de Roman Polanski y Sharon Tate en Beberly Hills y asesinaron brutalmente a todas las personas que encontraron dentro. La historia es conocida: está registrado cada uno de los pasos que dieron. La joven Emma Cline tenía 25 años cuando escribió su primera novela –“Las chicas”–, basada en esta historia, y se convirtió de inmediato en el libro que dejaba boquiabierto a todo el mundo en la Feria de Frankfurt de 2014. El parecido entre aquel episodio de la crónica negra norteamericana y el relato es profundo: un gurú, un rancho, un autobús, un productor que se desentiende de un futuro disco, una venganza… Lo único que cambia son los nombres de los personajes, y ni aun así, porque a la más firme de las seguidoras de Mason, Susan Atkins, se la llama en la novela Suzanne.
La protagonista es Evie, una adolescente con problemas familiares, con conflictos y frustraciones en su vida social, a punto de entrar en un internado, que un día ve en el parque a unas jóvenes que le parecen llenas de felicidad y despreocupación. Días después se las vuelve a encontrar, cuando su bicicleta se estropea durante un paseo, y pasa unas horas con ellas en un rancho en el que conviven y desde el que adoran a la figura de Russell, un músico mesiánico. La virtud de la novela es que no enfoca la mirada en el líder –que apenas aparece– sino en las jóvenes que las siguen, aquellas que en la realidad de las fotografías del día del juicio aparecen sonriendo dichosas, en sus personalidades que todo el mundo ha dado por supuesto que son inexistentes, pero que nadie se ha preocupado de intentar indagar. La fascinación de Evie por ellas se convierte en el tema de la obra.
Otra de las virtudes es utilizar la figura de Evie años después, en paro y viviendo en casa de un amigo hasta que estabilice su situación. Aparece en ella de súbito el hijo de su amigo y su novia, con quienes convive durante unas horas. Este contrapunto es el que la induce a recordar la historia y a la vez presenta nuevas dinámicas de relaciones juveniles, que en el fondo repiten aquello de lo que ella quiso huir, pero que ya no se entiende como frustrante.
Buenas trazas de narradora las de Cline, que es capaz de pintar la degradación sin que la descripción la muestre directamente. Pinceladas sobre la cocina del rancho, sobre la fiesta del Solisticio a la que la invitan, son aparentemente neutras, incluso positivas, pero van dejando en el ánimo del lector un leve regusto de podredumbre. Y en el estilo acierta también al reflejar el mundo que va viendo, sobre todo en el viaje de regreso al rancho en auto–stop y en el internado, cuando Evie descubre por televisión y por los tabloides los crímenes.
También con muy buen sentido deja la matanza para el final, y no se recrea en ella, aunque las trazas de “A sangre fría” de Truman Capote son inevitables. Un final bien cerrado, que resuelve de manera perfecta la tensión que ha ido creando con un impoluto resumen. No sabemos dónde va a llegar Cline en su oficio de narradora, pero lo que es patente es su profundo conocimiento del alma humana –da casi miedo si atendemos a su juventud– y sus buenas maneras. La imagen que cierra la obra es de una esperanzadora claridad; las enseñanzas morales, si es que existen, no se muestran, se dan por supuestas.