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Las memorias de un músico

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El género biográfico sólo toca tangencialmente la literatura, para mayor alejamiento estas no son las memorias de un escritor, sino de un músico; pero por reflejar la vida de alguien qu ese dedica al ARTE, por la afición que sentís algunos por su música y por ser una lectura interesante, queda absolutamente recomendada.


Bruce Springteen.- Born to Run (Random House Mondadori, 2016)


Eran esperadas desde el momento en que se sabía que las estaba escribiendo. La inteligencia al encarrilar su carrera, al moldear las letras y al usar su tronío sin prepotencia hacían presagiar que las memorias de Bruce Sprinsgteen iban a ser jugosas y bien trazadas. Y no solo son eso, son soberbias, tanto por la emoción que se gasta como por la finura con la que sabe observarse. Más incluso, “Born to run” es un espléndido libro sobre música, sobre cualquier música, porque desvela atinadas palabras sobre el soul, el hip-hop o el punk, estilos que mamó o que le impactaron. Las anotaciones siempre son breves, pero de una increíble finura.

El grueso, claro está, va dedicado a su vida, y aunque parece que todo está contado –tiene hasta biógrafo oficial que ha publicado varios tomos–, leído desde su pluma parece diferente. Por ejemplo, nadie sabría explicar con palabras tan hondas la difícil relación con su padre, reiterada, a veces parece que el libro esté escrito para hacer público su desahogo –el relato de los últimos días o su depresión que achaca a estigmas familiares casi hace derramar la lágrima–, o nadie entendería su clara postura sobre una Norteamérica de fábrica y depresión. Achaca el origen de esta personalidad a sus raíces, italianas e irlandesas a partes iguales, su madre –aún hoy llena de empuje y baile con más de noventa– y la sobriedad en que se movía la familia de su padre. Con su asistencia a un colegio católico y la insospechada imagen de su melancolía adolescente se completa el retrato anterior a la primera guitarra.

Llega a ella obsesionado por los Beatles y la mete en casa a escondidas. Teme que los vecinos descubran su pobre ambición. Estamos todavía en la primera mitad de los sesenta: noches de sábado, pizzerías y baile, un perfecto retrato de época, el ‘american pie’ en su máximo esplendor. Y siempre escueto, se va pasando de los Rolling Stones a la Motown y a Hendrix y Clapton en apenas unas páginas y un lustro. Un lustro en el que poco a poco van entrando en su vida los elementos de la E Street Band, Steve Van Zandt, Clarence Clemons… Y en el que hay conciertos, desde abrir para los Exciters hasta el primero en Nueva York, de un grupo a otro, volantazos estéticos que le llevan del blues al rock sureño.

Las anécdotas abundan, desde el primer viaje a California, en el que ha de encargarse del volante sin haber conducido en su vida, hasta su estreno con el alcohol, ya con 22 años, pasando por aquella vez en que ha de buscar un penique por toda la carrocería del coche o un becerro que se le pierde. Todas resultan bien trabadas y despiertan la sonrisa. Las cosas cambian, para bien, el día que se enfrenta a John Hammond, el afamado productor que descubrió a Bob Dylan y que pide verlo en concierto esa misma noche. El problema surge al buscar un bar para la actuación.

No hay un repaso extenso por toda su producción –sería casi imposible–, pero sí que se detiene en determinados momentos: al componer la canción que da título al libro, al grabar “The River” o al indicar las interpretaciones sesgadas que se le han dado a “Born in the USA”. Y recurre a una imagen que resulta al final casi extenuante: la del obrero de la música que ha tenido que trabajar duro para llegar a su posición, una hombría que solo ve factible dentro de una familia y que intenta con un matrimonio que resulta fallido con su primera esposa y esplendoroso con la actual, Patti Scialfa, sus tres hijos y su granja de caballos que lo han convertido casi en un mexicano en Nueva Jersey.

Es una lectura extensa, casi seiscientas páginas sin freno, con centros magnéticos que se enredan en espiral –política, familia, cómo llevar el mando de una banda–, pero con una entrega a la música que quiere dejar clara, espíritu amateur, chaval de barrio. Los Rolling Stones lo llaman para acompañarlos en una canción, eso está bien, pero más que en el escenario donde disfruta es en el ensayo. La complicidad, la intimidad, las miradas; eso ocurre en un cubículo de veinte metros cuadrados. Cada uno de las dos docenas de grandes del rock lo es por una razón determinada, seguramente la grandeza de Bruce Springteen se conserva impoluta en esos veinte metros cuadrados.

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