Desde las páginas de El País, cada domingo, Álex Grijelmo nos da curiosas lecciones de cuestiones lingüísticas. Siempre claro, indagando en los vicios en que todos caemos y con un conocimiento profundo, nos enfrenta a divertidas pastillas de reflexión sobre cómo hablamos. Este es sólo una muestra, si sientes que puede ser entretenido indagar en ellos, aquí tienes el repertorio completo:
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La palabra “puta” fue un eufemismo
El Gobierno quiere cambiar en la Constitución “disminuidos físicos” por “personas con discapacidad”
Alex Grijelmo
El País, 18 de diciembre de 2018
La palabra “puta” (en latín, putta) se convirtió hace siglos en sustituto biensonante de “mujer pública”, como cuenta el especialista en eufemismos Miguel Casas Gómez en su libro La interdicción lingüística (Universidad de Cádiz, 1986, páginas 65 y 222). De tal forma, su significado original de “niña” o “muchacha” desapareció para contaminarse con el que pretendía reemplazar.
¿Así que “puta” fue un eufemismo?
Pues sí. Esto suena sorprendente hoy en día, salvo que se conozca, o se intuya, la teoría del dominó que formuló el lingüista norteamericano Dwight Bolinger en su obra Languague: The Loaded Weapon (Lenguaje: el arma cargada), (Longman, Nueva York, 1980, página 74). Según esa formulación, las palabras que sustituyen a otras que nos suenan mal (aunque se refieran a lo mismo) tienen una vida limitada porque son sustituidas a su vez tras absorber la fuerza peyorativa de la anterior.
Hemos presenciado muchos casos así en los últimos decenios, al nombrar realidades que preferiríamos que no existiesen. Por ejemplo:
• La palabra “viejos” quedó sustituida en el lenguaje políticamente correcto por “ancianos”, que a su vez se volvió negativa. Llegó entonces “personas de la tercera edad”, que reemplazamos ahora por “personas mayores”.
• Los “países subdesarrollados” se convirtieron en “países del Tercer Mundo” o “tercermundistas”, hasta que eso se consideró un insulto. Así que decidimos denominarlos “países en vías de desarrollo”, locución que empieza a sustituirse por “países emergentes”.
• Las “facciones” de los partidos políticos se transformaron en “tendencias”, y después en “corrientes”, y luego en “familias”, y finalmente en “distintas sensibilidades”.
• Los “mongólicos” recibieron con esa palabra una designación descriptiva, que se tornó perversa. Surgió entonces “subnormales”, impulsada por las propias asociaciones de familiares: “Asociación de Familiares de Niños y Adultos Subnormales” (Afanias). Años más tarde se debió sustituir en el lenguaje correcto por “retrasados” o por “deficientes”, más tarde por “insuficientes mentales” o “discapacitados psíquicos”, y finalmente por “niño con síndrome de Down” o, ahora, “un Down”.
• El juego de los eufemismos desechó en su día los términos “tullidos” y “lisiados” para elegir “inválidos”, pero el efecto dominó aportó “minusválidos”, y luego “disminuidos” y más tarde “discapacitados”.
Pues bien, el Consejo de Ministros acordó el 7 de diciembre proponer una reforma del artículo 49 de la Constitución, en el que se habla de las políticas favorables a “los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos”. El Gobierno pretende sustituir esos términos incómodos por el último vocablo biensonante de hoy en día: “personas con discapacidad”.
Obviamente, todos compartimos la idea de respeto y solidaridad que impulsa ese cambio. Sin embargo, la historia, si consideramos que sirve para algo, puede avisarnos sobre lo que ocurrirá más adelante con esta nueva fórmula: que quizás haya que modificar la Constitución otra vez. Y otra, y otra.
La ministra portavoz, Isabel Celaá, explicó que los referidos vocablos que figuran en la Carta Fundamental están “obsoletos” y son “injustos”. Obsoletos, sí. Pero injustos…, según desde qué fecha se mire. Alguien podrá decir dentro de unos años que “persona con discapacidad” también lo es.
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