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El amor, sorprendente y malsano

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Resulta enormemente complicado reflejar un proceso amoroso en una novela y resultar creíble. El riesgo de resultar cursi o pedante sobrevuela siempre y si no se roza esta ñoñería -que al fin y al cabo es esencial- se cae en el abismo de la frialdad. Tanto más si el amor es tangencial a lo malsano. Elisabet Riera, con un estilo que capta el lirismo como tema, consigue despertar estos sentimientos.

Elisabet Riera “Luz” SEXTO PISO

A principios de los años 80 despuntó el género que se dio en llamar novela poemática. Recuerdo ahora libros de Adelaida García Morales, Carmen Martín Gaite, Cristina Peri Rossi o Javier García Sánchez. Se trataba de textos que narraban un amor apasionado y en los que todos los niveles del lenguaje y la narración se amalgamaban para potenciar el placer estético. De esta estirpe –aunque traducida del catalán– es la periodista Elisabet Riera, que con “Luz” llega a luminosas expresiones de oscura intimidad que rozan a veces lo malsano y a veces lo angélico. El amor, básicamente.


Porque el relato no es más que una breve, intensa y evanescente historia de amor entre una narradora que tras un fracaso amoroso vuelve desde Londres al pueblo ampurdanés donde nació, una vez muerto su padre, y una niña de doce años. Una historia que en ocasiones traspasa más allá de lo erótico y que asume el mensaje de que no sabemos qué buscamos en la vida, pero nada de ello está fuera de nosotros.


En todo caso, es una carta de despedida en que el paso de las estaciones marca la relación –cuando Luz vuelve del veraneo con sus padres, ya tiene pandilla y juega a beber Martini y a fumar– y en que el calor y la lluvia empapan la prosa envolvente, clara y mágica. También una novela de temperaturas, no solo la sexual, sino también la chimenea, siempre encendida, junto a la que se refugia la narradora como el útero de la madre que abandonó a la familia o el abrazo del padre que la despreciaba. Novela de abandonos, pues, de piezas rotas, que son ya imposibles de recomponer, que se sostienen entre las manos con miedo, como el miedo con el que se ha de conquistar de nuevo la casa: el llegar a la antigua buhardilla donde dormía supone una desoladora lucha interior.


Las imágenes de violencia tampoco son ajenas a la desequilibrada relación. Se buscan, como las marcas de dientes en la lengua que hacen sangrar, igual que sangra el alma. En todo caso todo se tiñe de una demorada sensualidad: el ciervo que les sale bajo el tilo hasta donde pasean, los baños desnudas, escenas tan sutiles como la huella del viento en el agua. Freud sacaría oro de todo esto, porque se intuye mucho del interior de la autora, hecho que no es ni bueno ni malo ‘per se’. Lo que importa es que el artefacto literario funcione, y este lo hace a la perfección.

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